Vivimos en una cultura que glorifica el cansancio, en la que se aplaude al que nunca descansa, al que siempre está disponible, al que trabaja hasta el límite. Se presume la “productividad” mientras se normaliza el insomnio, la ansiedad y el malestar físico. Y cuando el cuerpo colapsa, cuando la mente empieza a fallar, nos sorprende el diagnóstico: burnout.
El burnout no es sólo un problema individual, es el resultado de un sistema que prioriza los resultados sobre las personas. Se exige cumplir metas, ser eficientes, responder rápido, estar siempre conectados, pero muy pocas veces se habla de los límites, de la salud mental o del desgaste emocional acumulado. Todo es urgente, todo es importante… hasta que uno ya no puede más.
Y lo más grave es cómo lo normalizamos. ¿Cuántas veces hemos minimizado el cansancio extremo diciendo: “así es la vida”, “a todos nos pasa”? ¿Cuántas veces hemos visto a compañeros agotados, emocionalmente vacíos, y lo hemos considerado parte del precio por tener un empleo o un negocio exitoso?
No, no es normal vivir con el corazón acelerado cada que suena el teléfono, no es normal que tareas simples se posterguen porque la mente está saturada. No es normal vivir anticipando problemas que aún no ocurren, pero que ya generan angustia. Todo eso es burnout, y estamos fallando como sociedad si seguimos ignorándolo.
El problema es estructural, empresas que no regulan cargas de trabajo, políticas laborales que privilegian la explotación disfrazada de “compromiso”. Sistemas educativos que enseñan a ser competitivos, pero no a cuidar la salud emocional. Una cultura que desprecia el descanso y trivializa la terapia psicológica.
Mientras tanto, las consultas de psicología y psiquiatría se llenan de personas rotas, jóvenes y adultos con cuadros de ansiedad, depresión, insomnio, ataques de pánico y enfermedades psicosomáticas. Pero el discurso sigue siendo el mismo: “échale ganas”.
Es hora de romper el ciclo, el burnout no es una debilidad del trabajador, es una falla del sistema. Las instituciones, las empresas, los gobiernos y la sociedad en su conjunto tienen la responsabilidad de generar condiciones más humanas. Y cada persona debe entender que buscar ayuda profesional es un acto de valentía, no de debilidad.
Porque si no empezamos a cambiar la lógica del desgaste, no será extraño que el burnout siga cobrando más víctimas. Y entonces, ya no hablaremos solo de salud mental, sino de una crisis silenciosa que está devorando nuestra capacidad de vivir con dignidad.