Esta ocasión dedique mi editorial a lo nuevo En el universo de las redes, ya no importa saber. Basta con parecer que sabes. Todos opinan, todos enseñan, todos juzgan. En esta nueva cultura del comentario exprés, cualquiera con una cámara se convierte en especialista: analista político por la mañana, psicólogo emocional por la tarde, crítico social por la noche.
¿Preparación? Irrelevante. ¿Fuentes? Para qué. Lo importante es hablar antes que los demás, con seguridad y el tono exacto para activar emociones rápidas. Vivimos en una sociedad donde la exposición ha reemplazado a la reflexión, y donde el silencio ya no se interpreta como prudencia, sino como falta de relevancia.
Hoy, ser influencer no es solo una ocupación: es una aspiración colectiva. Lo preocupante no es solo que cualquiera pueda hablar de cualquier cosa, sino que millones estén dispuestos a creerles. Hemos confundido viralidad con verdad. Seguimos a voces sin formación, sin contexto y sin compromiso ético, como si fueran autoridades. Y en ese proceso, hemos relegado al verdadero oficio de informar: el periodismo.
Los periodistas de trayectoria, los que investigan, los que se forman, los que contrastan datos, los que dudan antes de publicar, son hoy más necesarios que nunca. Son ellos quienes aún entienden que opinar no es un juego ni un impulso, sino una responsabilidad. Informarse antes de hablar debería ser una regla básica, no una excepción. Pero en esta era del “yo opino porque puedo”, esa regla se ignora en nombre de la inmediatez.
Las redes han logrado algo insólito: masificar la opinión y, al mismo tiempo, empobrecerla. Ya no hay espacio para el análisis profundo ni para el pensamiento complejo. Todo debe caber en 280 caracteres, un reel de 30 segundos o una historia de 15. Lo que no se puede simplificar, simplemente se ignora.
Esta superficialidad no es casual: es rentable. Cuanto más emocional y polarizante es un mensaje, más se comparte. Y cuanto más se comparte, más visibilidad y beneficios genera. Así, la verdad se vuelve un detalle opcional frente al espectáculo del “engagement”.
Pero también hay responsabilidad del otro lado: el espectador, el lector, el que consume sin filtrar. ¿Estamos dispuestos a asumir que quizás estamos premiando el ruido por encima del conocimiento? ¿Que compartimos sin leer, opinamos sin entender y atacamos sin pensar?
Es tiempo de reivindicar el pensamiento crítico, la pausa informada y el respeto por quienes han hecho del rigor su oficio. Porque cuando todos hablan al mismo tiempo, el silencio reflexivo y la información verificada pueden ser los actos más revolucionarios.
La solución es apagarlo todo? No. Pero sí urge una pausa. Un cambio de hábito. Empezar a consumir con conciencia, a filtrar con criterio, a dejar de premiar el contenido vacío y comenzar a valorar el contenido que aporta, que cuestiona, que construye.
Nuestros hijos no solo heredan lo que decimos. Heredan lo que validamos con nuestra atención.
Porque en redes, lo que ves, sigues y compartes también educa. Y si no empezamos a mirar con otros ojos, ¿quién está educando realmente?
Saludo a nuestros amigos lectores y los invito a que vean mi podcast en las plataformas de audio y video Toñito Camargo podcast.