La indignación por la imagen de una osa en La Pastora, Monterrey, recorrió las redes sociales hace unos días. El animal aparece débil, con llagas, uñas crecidas y claros signos de enfermedad. Para muchos, la conclusión fue inmediata: el zoológico es el culpable. Pero, ¿qué tan justo es cargar toda la culpa sobre la institución que hoy la tiene bajo resguardo?
La historia es más compleja. La PROFEPA entregó a esa osa hace un par de años, cuando ya presentaba enfermedades hepáticas, renales y un deterioro visible. Lo incómodo es que el gobierno federal tiene la facultad de decomisar animales silvestres, pero en lugar de garantizar su atención integral, los entrega a zoológicos o refugios locales y se desentiende de lo que sigue. Así, la custodia se convierte en carga: los estados y municipios asumen el papel de cuidadores de última instancia, muchas veces sin recursos, sin infraestructura y sin especialistas suficientes.
Y aquí está la pregunta clave: ¿cómo puede esperarse que un zoológico local, con presupuestos ajustados y personal limitado, resuelva en meses lo que fueron años de deterioro y abandono? El problema no es que los zoológicos reciban a estos animales, sino que lo hagan sin un fondo de acompañamiento, sin presupuesto federal etiquetado y sin la asesoría técnica que debería garantizarse.
Esto no significa negar que en México existan zoológicos con malas prácticas. Sí, hay casos de negligencia que deben señalarse. Pero también hay instituciones que hacen esfuerzos heroicos con lo poco que tienen. Quienes trabajan ahí muchas veces lo hacen por vocación, no por dinero, enfrentándose a críticas feroces mientras carecen de herramientas básicas. Defender su labor es reconocer que, si realmente queremos que estos espacios cumplan un papel de conservación, debemos exigir que se les dote de presupuesto digno y proyectos de bienestar animal a largo plazo.
Y lo más grave es que la discusión sobre la osa se da en un contexto de recorte presupuestal. Según un análisis de Mongabay Latam, el proyecto de Presupuesto de Egresos 2026 contempla la cifra más baja en más de 20 años para áreas naturales protegidas y cambio climático. La PROFEPA misma enfrentaría recortes que la dejan casi sin capacidad operativa: apenas unos millones de pesos para vigilar todo un país. Eso se traduce en menos inspectores, menos seguimiento, menos capacidad para responder a emergencias ambientales o al maltrato de fauna.
El panorama se completa con ejemplos alarmantes: la Reserva de la Biósfera de El Vizcaíno, en Baja California Sur, apenas cuenta con 13 guardaparques para cubrir más de 2 millones de hectáreas; la Reserva de la Mariposa Monarca tiene cuatro para toda la temporada de hibernación. ¿Qué podemos esperar en los zoológicos, si ni siquiera los territorios naturales prioritarios tienen suficiente vigilancia?
La incoherencia es clara: se pide a los zoológicos y a los estados que asuman la custodia de fauna asegurada, pero desde la federación se desmantelan las partidas que deberían respaldar ese esfuerzo. El abandono institucional se disfraza de “transferencia de responsabilidad”, cuando en realidad se trata de una renuncia disfrazada de procedimiento.
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Y mientras este debate ocurre, llega octubre y con él el otoño, esa estación que parece silenciosa pero que encierra más significados de los que a veces notamos.
En lo ecológico, el otoño es un ciclo de transformación. Las hojas caen, pero ese desprendimiento no es muerte estéril: son nutrientes que regresan al suelo, alimentan microorganismos, fertilizan la tierra y aseguran que la primavera tenga fuerza para brotar. Los árboles se concentran en proteger lo esencial, reducen su actividad y se preparan para resistir. Las aves migratorias cruzan continentes, los osos —en otras latitudes— se alistan para la hibernación, y hasta los insectos modifican su comportamiento. Nada se detiene, todo se transforma.
En lo cultural, el otoño ha sido celebrado desde siempre. En el hemisferio norte, representa la temporada de cosecha: un momento de gratitud por lo que la tierra dio y de preparación para el invierno. En culturas mesoamericanas, octubre y noviembre son meses cargados de simbolismo, porque conectan la vida con la muerte en el Día de Muertos, una de nuestras expresiones más profundas de memoria colectiva. En otras tradiciones, como las europeas, los equinoccios y las fiestas de la cosecha eran oportunidades para agradecer y compartir, sabiendo que el invierno pondría a prueba a toda la comunidad.
En lo místico, el otoño representa desapego, sabiduría y equilibrio. Es el recordatorio de que todo lo que florece eventualmente debe caer, y que ese proceso no es derrota, sino parte de un ciclo mayor. Por eso muchas corrientes espirituales lo asocian con introspección: un tiempo para revisar lo vivido, para cerrar ciclos y para prepararse para la oscuridad invernal que simboliza silencio y recogimiento. El otoño es la estación de la madurez, la que enseña a soltar lo que pesa y quedarse con lo esencial.
En lo sensorial, es probablemente la estación más rica. Los paisajes se tiñen de colores cálidos: ocres, amarillos, rojos intensos. El aire se vuelve fresco y trae consigo olores a tierra húmeda y madera. Las hojas secas crujen bajo los pies y los atardeceres se vuelven más tempranos pero también más intensos, con cielos encendidos que parecen pinturas. Es un tiempo en que los sentidos se despiertan y nos recuerdan que lo bello también puede nacer del final de un ciclo.
El otoño, en suma, nos enseña que lo que cae no se pierde, se transforma. Que la decadencia es, en realidad, el inicio de una nueva vitalidad. Y que así como la naturaleza sabe soltar sin miedo, nosotros también deberíamos aprender a hacerlo.
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Consejo: Este octubre no solo contemples el paisaje: haz del otoño una práctica. Limpia tu casa y dona lo que ya no usas; recicla lo que pueda tener una segunda vida; poda lo seco de tu jardín; escribe en un papel lo que quieres dejar atrás —un hábito, un miedo, una indiferencia— y quémalo como acto simbólico. Haz tu propia “limpieza de temporada”: física, emocional y espiritual. Y al mismo tiempo, exige a tus autoridades que hagan lo mismo: soltar excusas, limpiar el abandono y sembrar compromisos reales en forma de presupuesto y políticas claras.
Porque las hojas muertas regresan a la tierra y alimentan la vida que vendrá. Pero las responsabilidades muertas, si nadie las asume, solo dejan vacío. Y el vacío, a diferencia de la naturaleza, no se regenera por sí mismo: necesita acción, decisión y valentía.
Juntos todos por la naturaleza que se nos muere entre excusas






