Otra vez llovió con furia. Y otra vez el país entero pareció sorprendido. Veracruz, Vallarta, Puebla, Chihuahua. Nombres distintos, mismo desastre. Las calles se volvieron ríos, los ríos se volvieron amenazas y los gobiernos, otra vez, espectadores de su propia ineficacia.
Y aunque se repita el argumento del “fenómeno atípico”, ya nada es atípico en un mundo que se calienta, se desajusta y reacciona. Pero seguimos hablando del clima como si fuera casualidad y no consecuencia.
En Poza Rica, la presidenta Claudia Sheinbaum fue recibida con reclamos. Gritos de quienes ya no quieren explicaciones, sino soluciones. Escenas que reflejan no solo el dolor, sino el hartazgo: la distancia entre el discurso y la vida real. Porque cuando el agua llega al cuello, los discursos flotan, pero no salvan.
Y aquí, en Chihuahua, la historia es la misma con otro acento. Lluvias intensas, colonias anegadas, autos arrastrados, bardas colapsadas. El cauce del Chuvíscar se desbordó, el drenaje se rindió, los cables chispearon bajo el agua y los vecinos, como cada año, salieron con escobas, cubetas y resignación.
Parece que aquí el cambio climático no se mide en grados, sino en centímetros de agua acumulada.
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El país que se inunda con la misma indiferencia
No es la lluvia la que destruye, sino lo que hicimos (y lo que no hicimos) con ella. Construimos sobre cauces, talamos cerros, encementamos el suelo. Convertimos la tierra en una superficie muda y luego nos quejamos de que no absorbe nada.
Cada tormenta expone la pobreza de nuestra planeación, la mezquindad de la política y la soberbia de las ciudades que olvidaron escuchar al agua.
En Chihuahua capital, más de 900 toneladas de basura y escombros fueron arrastradas por las lluvias recientes; en Juárez, el remanente del huracán Raymond dejó viviendas dañadas y drenajes colapsados.
Y al mismo tiempo, las presas siguen vacías. Solo dos de las diez principales del estado muestran incremento. Mientras unos se inundan, otros siguen sin agua. Un país que ahoga y que al mismo tiempo se muere de sed.
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No fue la tormenta, fue la omisión
Cada inundación es el resultado de una cadena de descuidos: permisos mal otorgados, obras sin estudios, arroyos invadidos, presupuestos simulados.
El desastre no viene del cielo. Viene de los escritorios.
Pero lo más triste es que ya nadie se asombra.
Nos acostumbramos a ver los noticieros llenos de agua, a escuchar el conteo de pérdidas, a ofrecer colectas y condolencias.
Nos volvimos espectadores de lo evitable.
El problema no es que llueva. El problema es que seguimos repitiendo los mismos errores bajo distintos aguaceros.
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La memoria se escurre con el lodo
El agua arrastra más que lodo y basura: arrastra la memoria.
Lo que no se aprendió una vez, se repite hasta el cansancio.
Y mientras limpiamos patios, volvemos a tapar coladeras, volvemos a talar árboles, volvemos a olvidar.
La naturaleza lleva años hablándonos con la insistencia de una verdad que duele. Pero no escuchamos. No queremos admitir que el clima ya cambió, que los patrones se rompieron, que la tierra se defiende con la misma fuerza con la que la hemos herido.
Cada lluvia es una advertencia, y cada gota, una deuda.
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El agua no olvida.
El agua no perdona.
Y siempre vuelve.
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Juntos Todos por la resiliencia que no olvida.