Esta semana, mientras veía las diversas manifestaciones que ocurren en México, no pude evitar pensar en algo profundo: la protesta más transformadora no siempre está en las calles… sino en nuestros hogares.
No se trata de juzgar, señalar o criticar. Las marchas, los gritos y las pancartas tienen un lugar importante en la vida pública; son la voz colectiva que exige ser escuchada. Pero también existe otra manifestación, más silenciosa, constante y quizá más revolucionaria: la que hacemos a través de nuestros valores y nuestras acciones cotidianas.
Porque antes de cambiar un país, cambiamos una casa.
Antes de cambiar una ciudad, cambiamos una conversación.
Antes de exigir respeto, lo enseñamos con el ejemplo.
La verdadera manifestación ocurre cuando decidimos ser coherentes, cuando inculcamos valores que no se gritan… se viven. Cuando enseñamos a nuestros hijos a respetar, a dialogar, a no tirar basura, a ayudar a quien lo necesita, a actuar con empatía. Cuando decidimos que nuestra casa no solo es un refugio, sino un pequeño centro de transformación social.
El cambio no siempre llega con el grito en la vía pública; a veces llega con un “por favor”, un “gracias”, un “te escucho”. Llega cuando dejamos de esperar que “allá fuera” todo mejore, y empezamos a mejorar “aquí dentro”.
Si queremos un México más justo, más respetuoso, más ordenado, más unido, entonces tenemos que manifestarlo todos los días, desde la forma en que tratamos a nuestros vecinos hasta la manera en que enfrentamos los desacuerdos.
Porque al final, las manifestaciones públicas pueden mover a las instituciones…
pero las manifestaciones personales mueven a la sociedad.
Y ese es el verdadero impacto: reconocer que el cambio nace en el corazón, se cultiva en casa y florece en el país que todos soñamos.
Creer es crear.
Y crear un mejor México empieza por lo que estás dispuesto a manifestar hoy, sin pancarta, sin marcha, pero con convicción.
