El síndrome de Burnout, o también conocido como síndrome de desgaste profesional, síndrome de sobrecarga emocional, síndrome del quemado o síndrome de fatiga en el trabajo fue declarado, en el año 2000, por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como un factor de riesgo laboral, debido a su capacidad para afectar la calidad de vida, salud mental e incluso hasta poner en riesgo la vida del individuo que lo sufre. Hace veinticinco años, cuando la OMS declaró este síndrome como factor de riesgo, yo aún estaba estudiando en la Universidad y mi manera de manifestar el estrés era enfermándome de gripe cuando entregaba mi último trabajo final o, como me sucedió en mi último semestre, llenándome de ronchas cuando entregué mi tesis.
A lo largo de los años como adulta funcional, inserta en el mundo laboral, pude ir detectando los puntos de mi cuerpo donde el estrés se centra, llegando a ser diagnosticada con Síndrome de Ovario Poliquístico, así como el tener presupuestado mensualmente mis masajes para contracturas musculares. También me di cuenta que lo que no hablaba, me enfermaba, así que mis allegados ya saben que “mi pecho no es bodega” y comparto mis frustrantes situaciones laborales y personales como parte de mi terapia anti estrés.
Sin embargo, hace unas semanas experimenté algo que nunca me había pasado y que, al estar caminando sobre las cuatro décadas lo asumí como síntomas de la llegada de la perimenopausia a mi vida. Un excesivo cansancio se apoderó de mí, aunado a un desánimo para ir a trabajar, desmotivada por el contexto laboral (que no es nuevo, tenemos así algunos años), pensando en alternativas de trabajo para dejar el mío, harta de algunos de mis compañeros; llorando por todo y por nada, con una hipersensibilidad, sumamente irritable y viendo siempre el vaso medio vacío (siendo que yo siempre lo veía medio lleno).
En fin, lo primero a lo que acudí fue a la asistencia religiosa y reforzamiento del tiempo de meditación y oración, seguida de la terapia grupal a la que asisto, un amadrinamiento honesto y aceptar que me encontraba agotada física y mentalmente. Acudí a mi ginecólogo a realizarme los chequeos propios de mi edad, los cuales salieron muy bien y el Doctor me comentó que aún está lejos la menopausia de mi vida; que la hipersensibilidad que presenté fue un síndrome premenstrual.
Una de mis mejores amigas, psicóloga especialista en comportamiento, me habló del burnout y casi “palomeé” cada uno de los síntomas: Sensación de desgaste, falta de energía y fatiga constante; distanciamiento emocional, indiferencia, pérdida de empatía hacia compañeros o clientes; el trabajo pierde valor, dudas sobre las propias capacidades, sensación de improductividad; dificultad para concentrarse y problemas de memoria; irritabilidad y falta de paciencia; desánimo, falta de voluntad, ganas de no hacer nada; fatiga crónica y cansancio extremo; dolores de cabeza, musculares o de espalda; somnolencia; dificultad para empezar a trabajar o arrastrarse al trabajo, pérdida de interés en actividades que antes disfrutaba.
Me costó mucho aceptar que estaba pasando por este síndrome porque mi idea de ser una mujer que “puede con todo” se sentía flaqueando. Pero admití que está bien no estar bien. Me tomé 1 día para estar en cama (solo me levanté al baño y a comer), empecé a tomar multivitamínicos y a realizar “pequeñas grandes” acciones que, sinceramente, me están costando, pero sé que mi salud física y mental me lo agradecerá.
Me es difícil aceptar que me cuesta decir no, y que quisiera poder solucionar la crisis de recursos humanos por la que estamos pasando en mi trabajo desde hace algunos años; que mi grado de perfeccionismo me llegó a sobrepasar y aceptar esto delante de ustedes, no es fácil. Quisiera, estimado lector, que me compartieras si tú has atravesado por esto y si, como yo, lo llegaste a normalizar. Me será muy grato leer sus comentarios.
