Hay temas que incomodan, pero que es necesario hablar con claridad.
El debate sobre los zoológicos siempre vuelve, y esta vez lo hace con un caso que encendió las alarmas éticas y sociales.
En Aalborg, Dinamarca, un zoológico solicitó públicamente donaciones de mascotas sanas —como conejos, gallinas o cobayas— para ser sacrificadas y utilizadas como alimento para sus felinos. La práctica es legal allá, incluso deducible de impuestos, y se justifica como parte de la conducta natural de caza. Pero cuando una institución que dice proteger la vida silvestre pide mediáticamente animales domésticos vivos para alimentar a otros, algo está profundamente desconectado.
¿Es esto conservación o una forma nueva de disfrazar la crueldad?
A lo largo de los años, he tenido la oportunidad de conocer distintos zoológicos, tanto en México como en el extranjero, y me he encontrado con realidades muy contrastantes. Algunos espacios como el Zoológico de El Paso, Texas, el Acuario Inbursa o el nuevo de Mazatlán destacan por su enfoque educativo y su compromiso con el bienestar animal. Incluso en recintos más modestos, como el Zoológico Sahuatoba de Durango, es evidente el esfuerzo por mantener condiciones dignas para las especies y las familias visitantes.
Pero del otro lado están los espacios donde la negligencia es imposible de ignorar. En el Zoológico de Aldama, Chihuahua, he visto animales sin sombra ni enriquecimiento, recintos deteriorados y escasa atención veterinaria; y en el Zoológico de Morelia, Michoacán, me tocó ver jaulas pequeñas, fauna estresada y falta de personal especializado.
No todo encierro educa, ni toda jaula conserva.
Pero también hay que reconocer que cerrar estos recintos no resuelve el problema de fondo. Al contrario, podría agravar la situación de los animales que hoy dependen de esos espacios, y también de aquellos que son decomisados por tráfico o maltrato. Lo que se necesita es un esfuerzo real por transformarlos en lo que deberían ser: centros de conservación, rehabilitación y educación ambiental, con participación ciudadana y respaldo institucional.
En lo personal, mi gusto por la protección de la vida silvestre nació gracias a un zoológico, y sé que muchas infancias han encontrado en esos lugares una primera conexión con el asombro por la naturaleza. El problema no es el concepto, sino el abandono con el que lo hemos dejado operar.
Y aquí viene una verdad incómoda, pero necesaria:
No se puede exigir un zoológico digno si no estamos dispuestos a sostenerlo.
Muchos se quejan por pagar 50 o 100 pesos de entrada, pero esperan espacios de primer nivel, veterinarios, alimentación especializada y programas educativos.
Y sí, todo eso tiene un costo. Mantener animales no basta: deben vivir bien.
Pero ese costo no puede recaer únicamente en el visitante ni limitarse a lo que alcance la taquilla.
También hay que decirlo:
El acceso a la educación ambiental no debe ser un privilegio.
No se trata de que solo quienes pueden pagar entren a estos espacios.
Pero tampoco podemos fingir que se puede tener bienestar animal y programas científicos sin estructura, inversión o compromiso.
Una cosa sin la otra no es posible.
La solución no es cobrar más, sino redistribuir mejor la responsabilidad.
Y ahí entra la responsabilidad institucional.
Existen principios básicos en el enfoque de responsabilidad compartida. Aquello que beneficia al interés público —como el cuidado de los animales y la educación ambiental— no puede depender únicamente de taquillas ni de la buena voluntad del administrador. Así como la responsabilidad social obliga a las empresas a responder por el impacto que generan, también deben participar activamente quienes lucran, permiten o se benefician del modelo zoológico.
Redistribuir la responsabilidad significa que todos los actores —gobierno, empresas, ciudadanía y sector educativo— asuman su parte: aportando recursos, supervisión, participación y exigencia. Solo así se puede construir un modelo de zoológico ético y funcional.
Esto no es solo tarea del usuario ni del dueño.
Es un deber institucional y financiero compartido:
•Empresas que aporten a la conservación como parte de su deber ético
•Gobiernos que aseguren supervisión, financiamiento y rendición de cuentas
•Ciudadanía que exija resultados, y no solo entretenimiento
La PROFEPA y la Secretaría de Medioambiente autorizan zoológicos como UMAs con fauna decomisada, pero rara vez dan seguimiento, fortalecen o apoyan.
Cuando hay un escándalo, la culpa recae solo en quien administra. Pero pocos señalan a quienes autorizaron sin vigilar, a quienes decomisaron sin comprometerse o a quienes regulan sin invertir.
Un zoológico ético debe ser una extensión de la ciencia, no del espectáculo.
Debe tener educación, conservación, investigación y bienestar animal.
Y debe garantizar transparencia, participación pública y vigilancia permanente.
De lo contrario, es solo un encierro maquillado, una tradición caduca, una deuda disfrazada de entretenimiento.
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Consejo ético‑estratégico del día
Visita zoológicos, acuarios, museos con exposición viva, etc.
Apóyalos si cumplen con su labor educativa y de conservación, pero también observa, pregunta, exige.
La conservación no puede depender solo del boleto ni del aplauso.
Solicita información, pregunta por auditorías, exige planes de mejora y apoya a quienes hacen bien las cosas.
Porque la responsabilidad es de todos. Y el bienestar animal no debe depender de lo que alcance a pagar la taquilla.
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Juntos Todos por los animales que merecen respeto más allá del boleto de entrada