Nos enseñaron a amar a los animales… pero sólo a los “correctos”.
El bienestar animal se volvió una bandera de empatía selectiva, reservada para los peludos de cuatro patas que encajan en lo doméstico y lo adorable. Los demás —los que reptan, vuelan de noche, se arrastran o carecen de encanto— fueron condenados al rincón del miedo y del asco.
El rechazo hacia serpientes, murciélagos, ratas, sapos, cuervos, buitres o arañas no es natural: es aprendido. Las leyendas, la religión y el cine construyeron la idea de que estas especies encarnan el mal, cuando en realidad son piezas esenciales del equilibrio ecológico. Las serpientes controlan roedores que destruyen cultivos; los buitres limpian cadáveres y evitan brotes de enfermedades; los cuervos y coyotes cumplen funciones de control biológico; los sapos ayudan a mantener el equilibrio de insectos; y los murciélagos, incansables jardineros del aire, polinizan y dispersan semillas.
Pero seguimos decidiendo qué vida merece compasión y cuál no.
El problema es que no se puede hablar de bienestar animal sin hablar de prejuicio humano. Amamos a los animales que nos devuelven cariño, pero ignoramos o destruimos a los que cumplen funciones vitales fuera de nuestra comodidad. Adoptamos mascotas, pero erradicamos especies enteras por miedo o ignorancia. En nombre de la “protección”, perpetuamos una empatía estética: defendemos lo que nos gusta, exterminamos lo que no comprendemos.
Esa doble moral es también cultural.
El miedo a las criaturas “feas” revela nuestra incapacidad de ver más allá de lo superficial. Y en octubre, entre calabazas y brujas, esa contradicción alcanza su punto más alto. Halloween, para muchos, representa lo oscuro y lo profano; sin embargo, su origen está muy lejos de la idea del mal.
El Samhain celta marcaba el fin de la cosecha y el inicio del invierno: una época de gratitud hacia la tierra y de respeto por la muerte como parte natural de la vida. Era una noche para recordar a los ancestros, agradecer lo recibido y aceptar que la oscuridad también nutre. No era un culto al miedo, sino un rito de reconciliación con lo desconocido.
Con los siglos, la Iglesia lo transformó en “All Hallows Eve”, y la industria lo llenó de dulces, luces naranjas y consumo. Pero en su raíz sigue latiendo un mensaje ambiental profundo: la vida y la muerte no son enemigas, sino etapas de un mismo ciclo.
Por eso, Halloween no es una “mala celebración”. Lo que necesita no es prohibirse, sino reeducarse. Enseñarle a los niños que los murciélagos no son monstruos, que las arañas no son malvadas, que los cuervos no traen desgracias, y que los sapos no son brujería, sino guardianes de los ecosistemas. Si logramos que una generación pierda el miedo a lo que la naturaleza creó, habremos dado un paso enorme hacia la empatía real.
El verdadero terror no está en las sombras ni en los disfraces: está en nuestra indiferencia ante las especies que sostienen la vida sin pedir reconocimiento.
La oscuridad sólo asusta cuando se ignora. Cuando se comprende, se vuelve fascinante.
🕯️ Consejo Incómodo
Este Halloween, no le temas a las criaturas del miedo: obsérvalas, respétalas y enséñales a los demás su valor.
Educar es más poderoso que exterminar, y celebrar no es pecado si se hace con conciencia.
No prohibas a los niños disfrazarse, ni les robes la magia del asombro; enséñales que detrás de cada “monstruo” hay una historia natural que contar.
El bienestar animal no se mide por ternura, sino por justicia.
Y la empatía, como la noche, sólo brilla cuando dejamos que exista la sombra.
Juntos Todos por las vida que habita incluso en las sombras.






