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Delicias
sábado, noviembre 15, 2025

Entre el oro y la herida. 

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Tengo un amigo que me dijo que deberíamos pedir ayuda a Estados Unidos para acabar con la violencia en México, porque a ellos no les conviene que el país esté así.

Yo lo escuché en silencio.

Pensé en lo que significa pedir ayuda a quien, en parte, ha alimentado la herida.

Porque detrás de la violencia que vivimos hay economías enteras sostenidas por el consumo extranjero, por la demanda de combustible, de minerales, de aguacates y de mano de obra barata.

Y cada vez que un político repite la palabra “colaboración” desde Washington, yo escucho otra palabra disfrazada: intervención.

En las montañas del norte, las minas brillan igual que las armas.

Ahí donde se excava, también se dispara.

Las rutas del oro y del plomo son las mismas que las del polvo blanco.

Los pueblos se vacían, los ríos se enturbian, las voces se callan.

El crimen y la empresa conviven como si fueran parte del mismo contrato: uno cobra la cuota, el otro paga la paz.

En los puertos del Pacífico llegan barcos con diésel de contrabando que llena tanques, financia maquinaria y abre caminos para la tala, la minería y la deforestación.

El mar ya no es frontera: es un corredor de impunidad.

Las facturas limpias cubren el olor del petróleo sucio, y los sellos oficiales certifican la mentira.

Más al centro, los aguacatales avanzan sobre lo que antes fueron bosques.

El oro verde que presume ser orgullo nacional se alimenta de ríos desviados y montes incendiados.

El crimen ya no necesita esconderse: administra territorios, controla empacadoras, decide precios.

Y el mercado internacional aplaude su eficiencia sin preguntar el costo.

Detrás de cada caja que cruza la frontera hay un árbol muerto, un campesino endeudado y una comunidad bajo amenaza.

Tengo muy presente a uno de los mejores maestros que he tenido: el doctor Lauro Espino, un economista ambiental brillante que me enseñó que la verdadera economía no se mide en cifras, sino en equilibrio.

Él decía que el crecimiento sin justicia es solo expansión del daño, y que el turismo —esa industria que presume pureza— es el espejo más pulido del crimen organizado, porque bajo sus luces hay prostitución, drogas, lavado de dinero y explotación laboral.

El paraíso es rentable cuando se vuelve mercancía.

Lo entendí perfectamente, viendo manglares destruidos para construir hoteles con discursos ecológicos; en pueblos mágicos pintados de colores sobre paredes agrietadas por la pobreza; en destinos donde el agua alcanza para las albercas, pero no para los tinacos.

El turismo, me decía Lauro, es la metáfora del capitalismo ambiental: vender la naturaleza mientras la matas despacio.

Y tenía razón.

México se está drenando, no solo por la violencia armada, sino por la violencia económica que se disfraza de progreso.

Cada mina, cada huerto ilegal, cada barco con diésel robado, cada hotel sobre un manglar, son síntomas del mismo modelo: uno que mide el éxito en toneladas, litros y dólares, pero nunca en vidas humanas.

Y cuando alguien decide romper el silencio, paga el precio.

El dos de noviembre asesinaron a Carlos Manzo, alcalde de Uruapan, Michoacán.

Un hombre que se atrevió a señalar la corrupción y la presencia criminal en el negocio aguacatero.

Lo mataron en plena celebración del Día de Muertos.

Su nombre se suma a una lista que crece al ritmo de las exportaciones y de la indiferencia.

La presidenta condenó el crimen y prometió justicia, pero la justicia, en este país, ya no llega a tiempo.

Porque aquí la violencia se cultiva, se exporta y se normaliza.

Mientras tanto, desde el norte, Estados Unidos vuelve a hablar de “cooperación” militar, de fuerzas especiales, de combate conjunto al narcotráfico.

Y cada declaración suena más a advertencia que a apoyo.

México debe resistir la tentación de entregar su soberanía a cambio de una ilusión de control, porque no se puede erradicar la violencia desde el extranjero si no se enfrenta la corrupción interna que la alimenta.

La economía del crimen no se erradica con soldados.

Se desactiva con conciencia.

Con educación ambiental y económica.

Con ciudadanos que pregunten de dónde viene lo que consumen.

Con comunidades que defiendan su agua y sus árboles.

Con gobiernos locales que publiquen concesiones, auditorías, trazabilidad.

Con jóvenes que aprendan que desarrollo sin ética es destrucción con etiqueta verde.

Porque la paz no se construye con discursos.

Se construye con memoria, con verdad y con coherencia.

Y si queremos romper el ciclo, debemos mirar de frente al espejo y entender que todos participamos en él.

Consejo incómodo

Empieza por algo que sí está en tus manos: infórmate sobre lo que consumes.

Elige productos con trazabilidad real, apoya mercados locales, evita marcas sin responsabilidad social.

Si trabajas en gobierno o empresa, exige auditorías ambientales y cadenas de suministro limpias.

Organiza foros, impulsa transparencia, haz ruido.

La indiferencia es el fertilizante del crimen.

Y el silencio, su mejor aliado.

El día que entendamos que la riqueza sin justicia es solo otro tipo de crimen, daremos el primer paso para romper el ciclo.

Juntos Todos por la Tierra que no se vende.

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